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En los últimos años hemos podido apreciar un aumento exponencial en los eventos catastróficos en nuestro país: terremotos, aludes, inundaciones y recientemente megaincendios. Todas estas catástrofes son riesgos o eventos inciertos, posibles y provocadores de daños cuantiosos. Solo a modo de ejemplo, el desborde del río Mapocho ocurrido el año 2016 causó daños al Parque Titanium por 95 millones de dólares -a ellos debemos sumar los daños de numerosos locatarios y comunidades de edificios del sector de la comuna de Providencia-. Por su parte, según datos preliminares, los incendios recientes ocurridos en nuestro país tienen un costo de reforestación de 496,3 millones de dólares. Preocupante es el dato sobre pequeños madereros, ya que solo el tres por ciento de la superficie afectada por estos megaeventos tiene cobertura de seguro.

Frente a estos hechos, surge con fuerza la siguiente reflexión: las consecuencias de estos eventos pueden ser traspasadas a una compañía aseguradora mediante la celebración de un contrato de seguro; de ahí la importancia de la actividad que desarrolla esta industria en nuestro país. El desarrollo de esta actividad constituye en nuestro tiempo un instrumento de previsión fundamental que, sin duda, morigera los efectos de eventos dañosos que para nosotros como chilenos debieran ser considerados dentro de un curso normal, pues el evento en sí mismo es imprevisible; sin embargo, el daño causado por su ocurrencia tiene una dimensión contraria, es previsible.

Creemos necesario detenerse en ciertos aspectos. Primero, comprender a cabalidad la importancia de la industria aseguradora. Consideremos que el seguro, a lo menos en su dimensión masiva, aún se sustenta en un mecanismo de mutualidad o comunidad de riesgos, lo que quiere decir que todos los asegurados que traspasan a una compañía aseguradora eventos análogos aportan con sus primas a un fondo que permite responder de los siniestros que afecten a cada integrante de esta comunidad de riesgos. En segundo lugar, los aseguradores tienen por su parte el deber de cuidar del instituto del seguro, entregando confianza a sus asegurados en cuanto a la manera en que quedan cubiertos, evitando sorpresas al momento de la ocurrencia del riesgo cubierto que frustren el interés de amparo que busca un individuo al contratar.

Dicho lo anterior, y frente al evidente aumento de la frecuencia de riesgos catastróficos, nos preguntamos: ¿existe en nuestra sociedad una verdadera cultura del seguro?, ¿cuántos afectados, especialmente pequeños empresarios y privados en general, contaban con seguros que otorgaran cobertura por estos lamentables eventos? Pareciera que la realidad nos entrega un estado preocupante, ya que siendo parte de este país de catástrofes aún hay personas -no pocas- que no cuentan con un contrato de seguro que los ampare o proteja por riesgos catastróficos, o que habiendo contratado un seguro las condiciones de cobertura son insuficientes.

Al parecer, el statu quo que hemos descrito justifica evaluar un sistema legal de aseguramiento que incorpore seguros obligatorios que confieran amparo a los eventos o riesgos que sean categorizados como catastróficos, a lo menos respecto de los eventos en los que la probabilidad se encuentra más cerca de la certeza que del azar, como ha ocurrido en los últimos incendios que nos han afectado.

La obligatoriedad que hemos referido, si bien puede ser considerada como una carga o costo económico para un asegurado, su masificación debiera traer aparejados efectos favorables en los valores de las primas y mejora de las coberturas que ofrezca el mercado asegurador. En fin, los beneficios podrían ser considerables, tanto para el sector asegurador como para los destinatarios de las coberturas ofrecidas.

Si bien nuestro ordenamiento contempla para ciertos riesgos la contratación obligatoria de seguros, el Estado tiene una tarea pendiente en la creación de un sistema homogéneo, apoyado con fondos de compensación que le den sustentabilidad en el tiempo.

Diario El Mercurio